Comentario
Iconográfica y estilísticamente es, sin embargo, superior el interés que presentan las obras de la tendencia etrusco-itálica. Y en este aspecto, cabe detenerse sobre todo ante varias pinturas de hipogeos. Tanto en Tarquinia (Tumbas del Ogro I y II) como en Orvieto (Tumbas Golini I y II), se imponen bellas escenas donde los difuntos son recibidos por Aita y Phersipnai (trasuntos de Hades y Perséfone) e invitados a ricos banquetes que son para ellos, sin duda, la promesa de que en el más allá serán tratados con tanta estima como lo fueron en sus ciudades de origen.
Existe, sin embargo, una tumba pintada que rompe con las tradiciones hasta ahora conocidas y constituye un conjunto único: se trata de la Tumba François, un lujoso mausoleo con habitaciones múltiples, tallado en la necrópolis de Vulci y pintado, sin duda en la segunda mitad del siglo IV a. C., por encargo del aristócrata local Vel Saties. Su profusa decoración parte, sin duda, de modelos helenizantes, y usa conscientemente el sombreado. Sin embargo, las imágenes -que deben de ser copias, pues alguna aparece repetida en otras obras de la época- muestran una composición tan laxa, tan paratáctica, qué fueron probablemente concebidas en algún taller etrusco. No constituyen, desde luego, un prodigio pictórico en ningún sentido, pero sí parecen ser un claro exponente del uso de la pintura como medio de expresión política y social. Según la opinión más generalizada, el friso colocaba frente a frente la muerte de los prisioneros troyanos a manos de los aqueos y un combate casi legendario, fechable a principios del siglo VI a. C., en el que unos caudillos de Vulci, los hermanos Vibenna, intervinieron activa y victoriosamente en querellas internas de Roma. El significado parece obvio: los aqueos en su expedición a Troya eran el directo paralelo de los guerreros de Vulci en su campaña romana; los romanos, descendientes del troyano Eneas, eran el antagonista vencido por los etruscos, los cuales se consideraban, en algunas ciudades, descendientes de griegos. El propio Vel Saties, coronado de laurel, se dispone a interpretar el vuelo de un ave, y lo hace enfrente de un sabio griego barbado, el anciano Néstor, como si quisiese parangonarse con él.
Este orgulloso Vel Saties, noble y enemigo de Roma, nos interesa también por otra razón: su efigie es, en efecto, uno de los primeros retratos realistas que nos haya legado el arte etrusco. El pintor no ha intentado idealizarlo; sus facciones son, en cierto modo, toscas y brutales; sus ojos, irascibles; su cuerpo, como si careciese de interés, se esconde por completo: sólo interesa como soporte de una prenda honorífica, la toga pintada. Este tipo de retrato directo, típicamente etrusco-itálico y muy distinto del retrato idealizado que por entonces hacían los griegos, es en efecto una aportación esencial, y pronto verá el lector cómo se convierte en un elemento básico del arte romano.
En el propio siglo IV a. C., la efigie de Vel Saties no se queda, en este sentido, aislada. Por entonces se multiplican los sarcófagos con figuras de yacentes sobre las tapas, y no son raros los que sugieren ese mismo interés fisonómico. Es el caso, por ejemplo, de una de las dos curiosas piezas -procedentes de Vulci y hoy en Boston- que muestran matrimonios abrazados sobre sus lechos; y lo mismo cabe decir de alguno de los sarcófagos hallados en la tumba de la familia Partunus en Tarquinia. Si tomamos, en concreto, el de Velthur Partunus, podremos comprobar este punto, y familiarizarnos además con el esquema que, desde este momento, repetirán los sarcófagos y urnas etruscas: el del difunto no del todo yacente, sino de nuevo recostado, y portador de una pátera, un manuscrito u otro objeto simbólico.